Por: Tania Martínez Suárez
Hay sucesos que por más que pasen las décadas permanecen latentes en la memoria colectiva, anécdotas que devienen en el tiempo, las conmemoraciones simbólicas de las que hacen apología los noticiarios repitiendo la misma nota en todos sus espacios televisivos y hasta el afán de “festejar” de los funcionarios de todos los niveles, que no conciben un evento sin que tengan que pronunciar un discurso. Así en pleno 2025 esa cicatriz llamada 2 de octubre de 1968 asoma en cada injusticia que se comete en el país, no alcanzan las palabras para nombrarla, pero la poesía sí puede en su universo amplísimo hablar de Tlatelolco.
Recomiendo leer “La noche de Tlatelolco” escrito por Elena Poniatowska, es quizá el libro mexicano más reeditado de los tiempos recientes, en él la autora reunió numerosos testimonios cruciales de los trágicos días de octubre de 1968. La intensidad de la crónica, el dolor del testimonio y la fuerza avasalladora de la denuncia le confieren a este libro su condición ejemplar. Ha sido, en efecto, un modelo tanto por su concepción y su factura como por su resonancia: es historia viva, memoria rebelde, arma contra el silencio. La noche de Tlatelolco es el libro emblemático de México en las últimas décadas.
La única certeza que este hecho nos da, es que no puede volver a pasar, no podemos permitirlo.
Comparto aquí algunos poemas de grandes autoras y autores mexicanos:
Memorial de Tlatelolco
(Fragmento)
Rosario Castellanos
La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
Para que nadie viera la mano que empuñaba
El arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes son los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
Tlatelolco, 68
(Fragmento)
Jaime Sabines
Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.
Las bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.
Las voces de Tlatelolco
(2 de octubre de 1978: diez años después)
(Fragmento)
José Emilio Pacheco
—¿Por qué no me contestas?
¿Estás muerto?
—Voy a morir, voy a morir.
Me duele.
Me está saliendo mucha sangre.
Aquél también se está desangrando.
—¿Quién, quién ordenó todo esto?
—Aquí, aquí Batallón Olimpia.
—Hay muchos muertos.
Hay muchos muertos.
—Asesinos, cobardes, asesinos.
—Son cuerpos, señor, son cuerpos.
México: Olimpiada de 1968
Octavio Paz
A Dore y Adja Yunkers
Delhi, a 3 de octubre de 1968
La limpidez
(quizá valga la pena
escribirlo sobre la limpieza
de esta hoja)
no es límpida:
es una rabia
(amarilla y negra
acumulación de bilis en español)
extendida sobre la página.
¿Por qué?
La vergüenza es ira
vuelta contra uno mismo:
si
una nación entera se avergüenza
es león que se agazapa
para saltar.
(Los empleados
municipales lavan la sangre
en la Plaza de los Sacrificios.)
Mira ahora,
manchada
antes de haber dicho algo
que valga la pena,
la limpidez.
