Por: José Antonio Alcaraz Suárez
“Me liberé de la religión, pero ya no puedo enojarme porque bajo la vibración. Dejé la cruz, pero abracé el cuarzo. Creí que salí del sistema, pero solo entré a uno más colorido”.
Hace unas semanas escuché esa frase y algo hizo clic. Me llevó directo a una etapa de mi vida en la que me desprendí de los dogmas y del yugo que las religiones ejercieron sobre mi mente, mi cuerpo y mis emociones, para terminar, sin darme cuenta, en otra atadura: la de la espiritualidad light: mucha luz, poco fuego.
Vibrar alto no es despertar. Salir de la religión convencido de que por fin sería libre y, sin notarlo, entré a otra liturgia. Ya no hubo misas ni rezos, pero aparecieron otro tipo de lineamientos: no te enojes, no vibres bajo, amor y paz, yo soy, mente positiva…
Y sí, cambié la cruz por el cuarzo, el pecado por el karma, la culpa por la “mala energía”. Ese envoltorio era más bonito, más luminoso y colorido, pero el mecanismo seguía siendo el mismo: portarme bien para merecer algo.
Incluso el dolor empezó a tener condiciones. Si algo dolía o las cosas no iban bien, la explicación era inmediata: las heridas del pasado, las sombras, mi falta de conciencia, el karma, el ego… No estaba sanando; estaba cumpliendo un nuevo manual de conducta emocional.
Esa espiritualidad de escaparate me pedía calma permanente, pero me prohibía el incendio. Me hablaba de amor, pero desconfiaba de mi enojo. Me prometía libertad, pero me vigilaba por dentro. Con el tiempo entendí que despertar no es volverme más suave ni más correcto, sino más honesto. Aunque raspe. Aunque rompa la imagen que proyecto.
No vine a flotar por encima de mí mismo; vine a recuperar lo que arde. La vida no es un retiro eterno de paz, es una negociación constante con mis propias contradicciones.
También me dijeron que el amor propio era consentirme, repetirme afirmaciones frente al espejo y rodearme de cosas bonitas. Amar también es mirar de frente lo que no me gusta de mí. Reconocer que el monstruo no siempre vive afuera, que muchas veces tiene mi rostro.
No necesito de un objeto (amuletos, piedras, cuarzos, etc) que absorba las malas vibras, de protección, ni de ir a un temazcal a purificarme, ni mucho menos a una ceremonia de “drogadicción espiritual” donde se consumen “plantas precursoras” que terminan haciendo a uno dependiente de ellas o de los rituales (zombies).
En mi caso, lo que requería es silencio. Porque el trabajo profundo no consiste en tapar la oscuridad con frases luminosas ni retiros, talleres o ceremonias. Escuchar la voz interna en el silencio enciende el fuego de tu verdad desde adentro. Ahí se caen los velos.
Aprendí que el karma no se transforma con sonrisas fingidas ni con mantras repetidos en automático. Se transforma cuando elijo vivir con verdad, aunque incomode, aunque a veces me deje solo. El camino auténtico no es cómodo ni dulce: es pedregoso, me tira, me obliga a levantarme distinto. No para vibrar más alto, sino para pararme más firme.
Hoy sé que despertar no es obedecer la dictadura del “buen rollo”. Es dejar de actuar como un autómata espiritual y permitirme ser fuego. Fuego que quema lo falso, que limpia, que duele. Es soltar la necesidad de pedir permiso para existir completo: con mi luz y mi sombra, con mi amor y mi rabia, con mi calma y mi furia. Ahí, y solo ahí, comienza algo parecido a la libertad.
GRACIAS
