Por: Tania Martínez Suárez
El verano era para mí, la oportunidad de descansar, no lo sabía entonces, pero esas semanas de receso escolar serían de niña la única forma para romper la rutina. Luego al crecer, aunque el calendario institucional siguiera considerando esa pausa, la vida adulta no daría tregua ya.
Podía levantarme tarde, comer cereal con leche mientras veía la retahíla de caricaturas en el canal cinco, me acompañaban mis primas y primos, mi hermana y hermano, andamos en pijamas durante todo el día, con el cabello esponjado y sin la necesidad de salir de casa. Jugábamos en el patio o nos peleábamos por ser quien usará el único columpio de la casa. Podábamos el rosal de mi mamá, íbamos a la tienda y salíamos a jugar a la calle.
Había una semana en la que salíamos a vacacionar, un pequeño abstracto de nuestra casa cabía en la cajuela del auto de mi papá, la primera vez que fuimos a la playa con mi hermano recién nacido, mi mamá empaco hasta una tina de baño de plástico, una pequeña parrilla para calentar su leche y una dotación de pañales de diferentes etapas, por si crecía de momento supongo.
El verano era soleado, con días lentos y canciones pegadizas, era ebullición de placeres: la comida hecha sin prisas y mil tentempiés para el hambre interminable de niños glotones. La vida entre la familia extendida, trasnochar viendo películas de terror y luego no poder dormir ante las bromas o sonidos extraños de los primos más grandes. La paz que inundaba esos días, y sobre todo la ausencia de tareas escolares, eso era la redención absoluta del ciclo escolar y sus desmañanadas.
En el verano se podía observar una risa distinta en las personas, una que afloraba de forma natural y sin prisa, los músculos de la cara recibían mejor ese gesto que no buscaba aparentar nada, pero era el sostén absoluto de la vida.
En pleno 2025, ni el clima respeta el verano, ahora mismo hace frío y los pronósticos del tiempo marcan una alta posibilidad de que llueva. La etapa adulta tiene sus propias exigencias, no reposa, es un cúmulo creciente y constante de necesidades, deberes y cuentas por pagar. Aunque uno vaya a la playa el teléfono es un portal azotador que te lleva de vuelta al trabajo, cada vez es más común ver a las personas pegadas a su computadora portátil mientras observa a sus hijos jugando en la arena, con la virtualidad hemos comprado la idea de que se puede hacer de todo, en todas partes; sin pensar o vivir el presente.
El verano es un simulacro de lo que era y nosotros languidecemos en espera de aparezca una vez ante nuestros ojos.