Por: Aramis Limón Velázquez
Decidir entre no cenar y lanzarme al centro de Pachuca, y por pura casualidad —al cumpleaños de un amigo— terminé en la Arena Afición, buscando no tanto comida, sino un respiro. Algo que tragar.
Y ahí estaba: un martes cualquiera a las ocho de la noche, con la lluvia todavía cayendo y la gente empapada aferrándose a entrar al recinto. ¿La razón? Una función que ya parecía histórica, al menos para Pachuca: luchadores que estaban a punto de despedirse de México para irse a la WWE. En la cartelera brillaban nombres que ya son casi leyenda: Mr. Iguana, El Hijo de Dr. Wagner, Niño Hamburguesa y Psycho Clown.
Lo primero que sorprende en la Arena Afición no es el ring ni las luces ni las butacas (muy difícilmente te van a sorprender), sino el público. La energía no se queda en las butacas, se desborda. Gritan, insultan, se meten en el rol como si también cobraran por actuar. Una familia entera pintada como Mr. Iguana consiguió la foto soñada, mientras los niños imitaban movimientos en el ring vacío antes de cada pelea. Era martes, sí, y había escuela al día siguiente, sí, pero el entusiasmo que sentía no entendía de horarios.
El momento más simbólico llegó cuando al final, El Hijo de Dr. Wagner y Psycho Clown llevaron la pelea fuera del ring. El primero, como buen villano, rompía carteles, aventaba refrescos y se mentaba la madre con cualquiera que estuviera cerca. El segundo, como el “héroe”, intentaba calmar el caos regalando playeras, haciendo payasadas y sonrisas forzadas. Todo estaba coreografiado y, al mismo tiempo, era auténtico: la despedida de dos ídolos que sabían que esa noche había que darlo todo.
Pero la joya fue Mr. Iguana. Un luchador muy corporal, casi un acto artístico. Con contrato firmado rumbo a WWE, podría haberse sentido intocable. Pero no: cuando la gente lanzó monedas al ring —una tradición reservada para los que empiezan o los que tal vez nunca llegarán— él las recogió, fingió que una le pegaba en la cabeza y agradeció con humor humilde. El gesto no era chiste, era declaración: recordar de dónde viene, aunque el destino apunte, yo que se, a Las Vegas.
No fueron menos los amateurs o las luchas iniciales: cada lucha fue divertida, con esfuerzo real. El Pequeño Gokú, con todo y parodia, el Hachita de Guerra, el Jaguar Azteca, un wey que se llamaba Capibara, todos ellos solo eran carcajadas y aplausos, al menos con los amigos con los que iba. La Arena Afición se sintió viva otra vez, después de años de estar apagada.
Y si, la lucha libre mexicana está regresando. Llámenle moda si quieren, pero no es poca cosa que una tradición tan arraigada vuelva a juntar familias enteras, niños disfrazados y adultos que por tres horas se permiten gritar lo que callan constantemente. La lucha libre es, al final, una forma de visibilizar el México que somos: caótico, teatral, sarcástico, con héroes, villanos y un público que siempre participa. Y bueno se me antojaron uno tacos, pero ya era tarde y tenía sueño. Había tragado cultura.