Por: Aramis Limón Velázquez
Me estaba comiendo un guarache con la salsa ya fría a media tarde, sin agua fresca porque no alcancé, sentado en una banquita, y el coraje atorado en el estómago porque además hacía mucho sol. No era hambre, era fastidio.
Estoy completamente convencido de que he tenido días peores. Pero todo ese día había estado con esa sensación de que nada sirve, que la vida se vuelve una lista infinita de pendientes, decepciones y con insomnio. Ahí estaba yo, masticando migajas de tortilla y autocompasión, cuando decidí ponerme los audífonos. Sonó una canción que ni recuerdo cuál era, pero en ese momento todo bajó de volumen, el ruido mental, mis pensamientos negativos, las ganas de desaparecer y la fatiga.
Hay días en los que uno no se salva por amor ni por esperanza, sino por una canción. A veces la música no arregla nada, pero te hace olvidar por un rato que todo está roto. Te sostiene el cuerpo cuando la cabeza ya no puede. Lo digo porque me ha pasado, y porque lo he visto a mis cercanos levantarse con la música que escuchan, es chido, esa forma en que una rola, incluso una medio triste, se convierte en una excusa para no rendirse todavía.
Lo confirmé en un festival. El clima estaba chido, el aire olía a cerveza, mota y sudor, y aun así todo se sentía bien liviano. Vi a Molchat Doma, te llena como de un frío, pero te pega el post-punk bielorruso que transmiten en beats, te pegan su energía y te hacen bailar con cara de funeral o de vampiro. También vi a Japanese Breakfast, son un amor y tocan muy bien, esta banda es una especie de lluvia tierna que te empapa hasta que el dolor también puede tener ritmo, algo muy chido. Todo el fin de semana fue raro, no sentí ganas de morir, y eso ya es decir bastante.
Estoy seguro que la música no cura, pero tampoco creo que solo disfrace, pero sé que funciona de alguna manera. Que mientras suena, el mundo deja de chingar del mismo modo. No elimina la rabia hacia los sistemas o las condiciones que te hunden, ni el vacío que a veces se come todo, ni la tristeza o duelo o lo que sea que te haga sentir así. Pero al menos te da tiempo. Te da espacio para respirar, para moverte, para seguir aquí un rato más.
Al final del festival, cansado, sudado y casi sin voz, entendí que encontré cultura, ruido, acordes y ese silencio que queda después del último sonido, cuando uno se da cuenta de que, al menos por un momento, vivir valió la pena.
Tragué cultura, tragué música.
